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Nuestro cuerpo, un regalo despreciado

Vivimos tiempos paradójicos respecto a cómo vemos y tratamos nuestro organismo.  Por un lado el mundo comercial promueve un culto exagerado y egocéntrico sobre el cuerpo. Los gimnasios han surgido como palomitas de maíz en horno de microondas para abarrotarse de personas anhelantes de un mejor abdomen; en los supermercados los productos “light” iluminan los anaqueles y en televisión la inmensa mayoría de infomerciales promueven productos casi mágicos para tener piernas mejor moldeadas, glúteos de pelota playera, bíceps de Popeye, rostros sin líneas de expresión (forma correcta de llamar actualmente a las arrugas) y vender productos que sin ejercitarte te permitan tener el cuerpo de una colegiala o un joven deportista. En contraste presenciamos el momento de la historia con mayor cantidad de gente obesa e incremento en el padecimiento de diabetes, problemas cardiovasculares, depresión y Alzheimer.

Sé que muchos que practican deportes y cuidan su alimentación lo hacen por salud y también me parece válido que queramos tener un cuerpo atractivo; sin embargo resulta preocupante que la mayoría no tome conciencia de que nuestro cuerpo es la maquinaria que nos permite comunicarnos, trasladarnos y realizar nuestras actividades. Analícelo por unos segundos: ¿qué pasa cuando alguna parte de su cuerpo deja de funcionar?, ¿cómo afecta sus relaciones y la capacidad productiva y creativa?; ¿qué consecuencias tendría si de pronto no pudiera hablar, caminar, correr, cargar, teclear, escuchar, ver u oler adecuadamente? ¿Le parece prudente utilizar en el motor de su automóvil aceite para cocinar en lugar del lubricante para autos con tal de economizar algunos pesos? ¡Por supuesto que no! Sabemos que aunque cueste más, debemos poner al motor de nuestro vehículo el aceite correcto, de no ser así averiaremos el sistema central del carro y dejará de funcionar. Con nuestro cuerpo sucede lo mismo, pues también es una máquina; una mucho más compleja y sofisticada, pero una máquina a fin de cuentas. Si perdemos nuestro automóvil podemos adquirir otro, utilizar el transporte público, una bicicleta o simplemente caminar; pero si dañamos nuestro organismo toda nuestra existencia se deteriora, incluso podemos morir, pues un mal mantenimiento del cuerpo, como pasa con cualquier artefacto, reduce su lapso de vida. ¿Cómo se alimenta?, ¿está surtiendo su maquinaria vital con las cantidades y calidad de nutrientes que requiere?, ¿conoce cuáles son las necesidades alimenticias de su cuerpo?, ¿elige alimentos que no contengan grasas saturadas, exceso de carbohidratos y sin azúcar o simplemente come cualquier cosa con tal que sacie su hambre?, ¿practica ejercicio regularmente?, ¿está fumando?, ¿consume bebidas alcohólicas con frecuencia y en cantidades en las que no permitiría que sus hijos tomarán una bebida gaseosa o golosinas?, ¿descansa el tiempo suficiente? Que increíble resulta que los seres humanos nos auto engañemos pensando que un mal, y en ocasiones pésimo, mantenimiento de nuestro cuerpo no nos afectará negativamente.

Conozco intelectuales que sólo ejercitan su cerebro y olvidan que si la computadora del auto es excelente de poco servirá si éste ya no se puede mover; líderes religiosos que nutren su espíritu de forma ejemplar pero poseen un sobre peso de luchadores de sumo, ignorando la responsabilidad que tenemos sobre nuestro organismo reflejada en la exhortación de San Pablo: “y que todo su ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para el regreso glorioso de nuestro señor Jesucristo”. Tristemente muchas personas estamos dispuestas a invertir y cuidar nuestro auto, pero no lo hacemos con ese maravilloso regalo llamado cuerpo, el cual es incomparablemente más importante y trascendente que cualquier bien u objeto que nos rodea.

La sobrevaloración del cuerpo nos desequilibra y conduce al narcisismo, la egolatría y la vanidad; pero la subvaloración del mismo nos lleva a una calidad de vida reducida y a la muerte temprana. ¿Qué piensa hacer con ese extraordinario regalo que posee? 

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